jueves, 6 de septiembre de 2012

El señorcito: un cuento de Carolina Temesio


En algún lugar de la ciudad vieja montevideana... marzo/2012



Amores y amistades, amistades y amores.  En algún momento se inventó con fatales consecuencias que el enamoramiento:(suceso de atracción mágico idealmente simultáneo, donde el centro de la chispa ocurre fuera de una misma), brota solo en parejas.
Más puntos para la dupla instaurada a golpe en el yunque, que ya no tenía pocos, y menos para un tipo de relación crucial y eterno, si se utiliza con tiento la regadera y si se aplica la política además del lazo de afinidad.  Más que nunca, la amistad es como todos los ámbitos, una relación política.  Te posicionas y me posiciono ante una necesidad, una ventura, un problema, incluso un silencio.  Buscamos al otro que queremos cuando ya las luces del baile no encandilan, también cuando las luces del baile no encandilan.  No solo se vive, también se desprende y se arriesga en la amistad.

También es el puñado de arena fina, donde al abrir la mano quedan unos pocos granos, puro asbestos.  Cuantos más años, más difícil la obtención del polvo cegador y duradero= más soledad asumida como el espacio digno que elegimos habitar, antes que mentir (nos) con risas sobre nudos que no existen, que quizá no existieron fuera de la viñeta.  No se trata de exigencias o idealismo, o se trata de ello pero no como fin.  Es una lucha por buscar el cordón primero e intacto: el enamoramiento y la pureza, que no solo entre parejas se vive.

Carolina Temesio es una amiga montevideana, lo de escritora fantástica viene después.  Puede que el tiempo haya ayudado en la pócima.  Dulce de membrillo va, dulce de membrillo viene, palabras que escribió ella misma en su momento y que ahora yo hago resucitar; se fue tejiendo esta amistad: /Ya no lastima mi birome en tu piel, me cuido de ello/ Lapsos en el medio, sí, como espacios entre películas, que ella supo entender. Regalos de la vida para asentar tanto vaso de pensamiento.

Palabras del sur: música para los ojos, su ambientación del Uruguay entrañable, desbordante y atrevido ante el límite de la categoría, es todo un banquete de masitas, y éste su señorcito, una historia mínima sobre la máxima del ande enérgico del bandoneón.  Sobre el amor, siempre, y su sinónimo: la amistad.



El señorcito



El sol quemaba el pasto y las espaldas en Villa Sanducito cuando llegó un señorcito en bicicleta, de edad incalculable, pero calculablemente viejo. Arrimó la bici al alambrado y la dejó apoyada contra el poste como si éste fuera su palenque. Se sacó un palillo del ruedo del pantalón gris, y sin dubitación ni demora se dirigió al centro del parquecito en donde estábamos bailando tango. Venía con un saco que pretendía elegancia vespertina, o fiesta, o alguna ocasión especial porque era con cuello y solapa, y abrigadísimo para la tarde calurosa que hacía. Yo tenía la camiseta tan transpirada que se me pegaba a la espalda. Él, como si no necesitara preámbulo ni explicación, como si el tango le estuviera quemando en los pies sedientos tanta lejana quietud, se detuvo al borde de la pista improvisada. Miró a su alrededor con una sonrisa, buscando pareja para el baile. Entonces le estiré la mano y me estiró la mano. Ese gesto recíproco y universal nos unió, y con delicada liviandad me llevó bailando sobre el pasto, con pasitos firmes y armoniosos. Se movía como si el latido del corazón le acompañara la música de memoria.
Luego jugamos y yo no sé si mi señorcito jugó, porque no pude prestarle atención. Habré estado tensa, procurando que el clima se fuera dando, que las consignas cayeran entre el sol y las rondas y la gente bailando, y siguiendo la pista.
Avanzada la tarde supe qué era lo más importante que me había pasado desde que me había levantado a la mañana en Montevideo. Evidentemente, sin mucha demora se colaría mi pregunta clásica, la que me tortura. La pregunta que le hago a todos y me hago a mí misma en intento obstinado de trazar círculos que develen el caprichoso recorrido que nos junta y nos separa.    
                  
  ¿Señor, usted como llegó hasta acá?

Fue suficiente. Alcanzó para que en mi mapita pusiera una flecha más, que uniera dos puntos y luego se perdiera en la maraña de trazos que van y vienen por un mapa sin terminar. Supe que el señorcito, y lo llamo así porque mi paisano era un lord, era un alguien que no sé ni cómo contar, un personaje de fantasía y de sublime buen gusto; había estado el sábado anterior en la plaza de Durazno y había disfrutado como un condenado bailando tango en la peatonal. Había ido y vuelto sin preguntarse siquiera lo que a mí me persigue y en su caso sería mucho más justificable.       
          
 ¿Cómo fue que llegamos hasta acá?

Cuando terminó nuestra intervención en Villa Sanducito, lo volví a encontrar con la mirada, lo vi, junto a su bicicleta, su saco cruzado en tonos grises y pasteles, su estampa de sonrisa, de gente fatalmente simple. Con los mocasines llenos de polvo se montó en la bici.
Nos regresamos. Las ventanas del ómnibus que a la ida se habían llenado de reflejos verdes de campos mudos, de cielos planos, de islotes de palmeras equivocadas, de puentes y charcos y preguntas, o de arroyos pedregosos, ahora volvían oscuras de noche, de párpados entornados y cantos suaves, de gente que ya no estaría sonando su voz y diría chau, ya lloré, ya fui. Ahora me quedo, no tengo otro lugar que albergue tantos ratos sin miedo.

Carolina Temesio   23 nov 08

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