jueves, 30 de julio de 2015

Empresa familiar





Las partículas conspiran, permanecen en  órbita de algo inalterable, aseguran la perpetuidad de lo terrible.  Se encargan, como los aguaciles más abyectos, de convertir a la presa en cazadora.

La familia prepara sus pócimas en jardines de invierno.  Cuchichea y maldice cuando un frasco equivocado es abierto.  El número y la alianza alimentan su poder.  Pese a diferencias en edad, grosor y altura, conservan los rasgos informes de generaciones endogámicas, perpetuadas maquinalmente hasta el fin de los tiempos.  En formoles de apariencia y tortitas de huesos tiernos. 

Si lo que buscas es un cuerpo y te lamentas porque la respuesta es el vacío de los hielos, la familia te lo hará pagar caro.  Como si tú fueras la única culpable.  Dirán que te frenes en tu lento andar.  Dirán que al atreverte a abrir la boca para gritar "yo busco", tu ego es tu único asesino.  La familia arruga y besa adentro mientras da la espalda con orgullo.  El vendaval trae lluvias negras de otros tiempos.  Una lluvia que arrasa y ríe.  Es pulpa de cenizas lo que esa lluvia lanza y no agua.  Extrañas maneras de estos cuerpos que forcejean con furia al no haber sido hallados.

Y mientras la familia se aferra a la cabaña como un viejo roble a su tierra, tapándose ojos, oídos y boca.  Cuando la tormenta se disipa, no está ya la familia.  Solo queda el olor pútrido del frasco abierto.  Y la mueca fatal de la vergüenza interpelada.


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